El refugio de sus pupilas
La luz del poste titilaba, como dando señales
de algún peligro cercano. Frente a nosotros, la vereda parecía interminable,
los arbustos en los jardines la decoraban con un movimiento casi imperceptible.
Una vez más, imaginé a las sombras desprendiéndose de los cuerpos inanimados,
transformándose en criaturas sedientas de miedo. Contuve el aliento, como si
temiese ser escuchado, la calle vacía parecía hacerse más larga y justo cuando
creí que desfallecería, su mano atrapó la mía, me observó a los ojos y respiró
profundo, soltando un suspiro que me obligó a suspirar también.
-
Calma -me dijo, pero sus manos
sudaban. Juraría que compartía la angustia.
Los pasos hacían un eco extraño. El sonido no
era de la suela contra el pavimento, parecía más un crujir. ¿Acaso sería del
asfalto ya carcomido? ¿O eran las hojas de invierno abandonadas por la ventisca
de madrugada? Fuese cualquiera la razón, no me atrevía a bajar la mirada. ¿Cómo
terminamos ahí? Alguna vez escuché que quienes compartían los traumas también
compartían los sueños. ¿Pero este lo era? Jalé su mano. No quería seguir. Le
insisto:
-
Las sombras tienen vida.
A pesar
del temor que sentí a través de sus manos, su mirada no dejaba de ser serena.
Ella tenía todo un mundo detrás de esas pupilas. Normalmente, me habría pedido
que deje de mirarla, pero esta vez, ella también buscaba algo dentro de mis
ojos. Quizá nos habríamos mirado en silencio el resto de la noche, pero las
luces de un carro pasando al lado nuestro, nos trajo de vuelta a la madrugada
de la que suelo esconderme entre las sábanas. Le he temido siempre a la
oscuridad, sin embargo, en algún punto de mi adolescencia, sentí que la noche
me llamaba. Me acerqué a la ventana sintiendo la humedad del invierno subir
despacio por mis tobillos. observé el cielo, siempre nublado en Julio y sentí
que alguien me observaba desde algún punto que no lograba identificar. El
sonido del viento se hizo presente, mientras la certeza de saberme en peligro
me obligó a esconderme en el armario.
-
estamos solos esta noche - dijo
ella, sacándome del trance - tu y yo, nada más importa. nunca hubo luz, ni
camino, pero siento tu mano en la mía y sé que es real.
Tocó la puerta del armario. Un golpe que,
desde dentro resonó como un martillo. La piel: un sudor frío.
-
¡Detenlo! -grité.
La presión en el pecho. El aire más ralo.
-
Sal, por favor.
¿Para qué? Desde dentro, las sombras no se
distinguían. Incluso me resultaba atractiva la idea de volverme una. Murmuro:
“¿Por qué insistir?”. Ella de niña también tenía esa costumbre: ocultarse en el
armario. No solo eso. Dormía, comía, lloraba y hasta hablaba en él; incluso
recuerdo, había dominado la habilidad de leer en su interior. Ella creció -¿qué
sucedió?- y no volvió al clóset. Pero ahora, ¿por qué yo no podía formar parte
de ese placer? La tranquilidad del encierro. Quizás podría por fin superar ese
“temor sin sentido a la oscuridad”.
Abrió la puerta. Siempre había sido una
posibilidad. El encierro, bien lo entendía, no podía durar por siempre. El
farol delante de nuestra ventana. Su cuerpo. La contraluz. La sombra. Y otra
vez, el miedo.
-
Aquí estoy -su mano, firme. Ahora
seca-. Lo que tocas, lo que sientes, eso es real.
Siempre fuimos reales, frente al armario,
aquella noche y sobre la vereda, esta vez. Nunca hubo diferencia entre nuestros
miedos, sin embargo ella podía transitar, sin vacilar un solo momento, por los
rincones más lúgubres en noches donde las luces no iluminaban. Volví la mirada
sobre la suya y me aferré a su mano con determinación.
-
Vamos a casa, hermanita.
Nilton Maa - Alexandra Arana
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